Siempre he dicho que empecé a escribir porque no era capaz de construir argumentos convincentes al hablar, que necesitaba tiempo para comunicarme con precisión, que no era rápido. Y aun lo pienso, pero, poco a poco, de la mano del avance de las vidas —la mía al ir cumpliendo años y la que veo a través de los ojos mientras los cumplo— le voy encontrando el gusto a las conversaciones. Será el paso del tiempo, o la confianza, o la pérdida de vergüenza. ¿Quién sabe?
El caso es que ahora las busco, y las disfruto. El otro día, por ejemplo, conseguí el teléfono de Arturo, mi profesor de filosofía y latín de cuando estudiaba BUP y COU durante unos años perdidos ya en el siglo pasado. Se acordaba de mí y yo deseaba verlo, hablar con él, conversar. Y sin perder un día, quedamos para reencontrarnos en torno a un café. Él tiene ochenta y cinco años, y está genial; sigue montando en bici y aunque le falla un poco la memoria, tiene buena parte de la energía de aquellos años, y la misma conversación. Yo entonces no sabía apreciarlo, estaba más preocupado en experimentar con todo lo que podía a los 16 y 17 años, pero ahora sí, y no se me ocurre nadie mejor para tener una conversación.
Arturo me esperaba puntual en la puerta de un bar de su barrio y, después de abrazarnos y emocionarnos un poco, nos sentamos en una mesa y estuvimos tres horas hablando sin parar; de nuestros cinco años juntos y de los treinta que han pasado desde entonces, del mundo de antes y del de ahora, y de cómo lo vivimos nosotros; de lo que leemos, de lo que escribo, de asomarse a los cincuenta y dejar atrás los ochenta; de él, de mí, de nuestras familias; de toda la vida que hay en torno a nosotros. Fue una conversación larga e interesante que disfrutamos mucho y a la que nos costó poner fin, pero la noche ya había caído y yo me tenía que marchar; podríamos haber estado allí otras tres horas, pero no pudo ser, así que volvimos a abrazarnos, y nos despedimos con la promesa de repetir cuanto antes.
De vuelta a casa, en el coche —Ahora que lo tengo que usar mucho, el coche es también un buen lugar para asistir de oyente a las conversaciones de otros—, llovía a mares fuera y yo sentía flores y recuerdos dentro del estómago, y con ganas de más, me puse este podcast de El Confidencial que presenta Marta García Aller, con el que seguí rondándole a las conversaciones.
En este capítulo, Rubén Amón, autor del libro «Tenemos que hablar», habla de la crisis en la que se encuentra la conversación, y lo que debatió con Marta García Aller me empujó a seguir reflexionando en torno a las conversaciones, a desear promoverlas ahora que hay tanta prisa, tanto móvil y tanta red social, ahora que nos mandamos mensajes que les dictamos a una aplicación y que los escuchamos al doble de velocidad porque no tenemos tiempo. ¿Cuándo dejamos de tenerlo? ¿Quién nos lo ha robado? Puede que nos comuniquemos peor y puede que merezca la pena luchar contra los responsables. ¿No os parece? Y no hacen falta razones poderosas. O sí. Porque una conversación no tiene porqué tener un fin productivo (¿Qué es un fin productivo?). Si lo hay, bienvenido sea, pero no hace falta. Basta con sentarse frente a otra persona y abrir la boca y los oídos, y dejarse llevar, y que surja lo que tenga que surgir, y que disfrutes de lo que está diciendo el otro —sea útil o no—, y te esfuerces en responder algo que pueda hacerle disfrutar a él. Yo disfruté mucho hablando con Arturo, y espero que a él le ocurriese lo mismo, y es que son días de fomentar la conversación; siempre lo son, y siempre lo serán. ¿Hablamos de ello? ¿Conversamos?