El desayuno en el bar es uno de los mejores recuerdos que siempre me llevo de Cádiz; su café con leche fría, pedido con tanta educación como firmeza —con-leche-fría— y que siga abrasando pero ya pasará, que no hay prisa; su zurrapa, su mollete de jamón, su ritmo lento y su alegría en las caras de casi todos. Es un placer, porque el desayuno en un bar de Cádiz es el principio de un día de libertad, de no hacer nada y no aburrirse, de leer, comer y beber, y cerrar con los Zabalegui el plan de mañana, y mirar el ritmo interminable de las olas, y atender a las mareas y a la bruma, y al sol y las nubes que se mueven como todo aquí, sin ninguna urgencia. Y de mirar, siempre, mucho, a Vir, a su sonrisa permanente en estas playas increíbles.
Y un pequeño ritual, una tontería disfrutona, es pedir el café y el mollete y, un poquito antes de marchar, pedir otro café, cortado esta vez, un chute final que quema más que el anterior porque la poca leche que lleva —fría, por favor— se ahoga en un mar que abrasa.
El cortado, así lo recuerdo en manos de mi madre, es en taza, pero aquí no, aquí lo sirven en este vasito de Duralex tan cuqui ¡cómo son! Y arde, claro, y entona y acompaña, y es el inicio de un nuevo día que empieza y gusta, y que me hace darle las gracias a la vida.
¿En qué playa nos bañamos hoy?
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