—Me ronda una pregunta, y sé que hay respuestas. —Mircea miró a Annie— ¿Cuánto vive un libro? —dijo, y sorbió un trago de té de semillas de comino sin asombrarse de que semejante duda le llegara en su momento sola, de la nada, libre.
Annie removió su chai latte con bebida de almendras y dirigió a Mircea media sonrisa.
—Es evidente que hay respuestas, muchas —contestó con la lentitud propia de sus recientes ochenta y cuatro años—. Porque cada libro vive su vida, y lo sabes.
Mircea sonrió.
—A mí, en realidad, me interesa asomarme a tu forma de pensar —dijo.
—Podríamos hablar del libro como título, no como objeto —respondió ella, ahuecando su cuerpo huesudo en el sillón—. Porque, por ejemplo, varias copias de «Cien años de soledad» pueden tener vidas diferentes, ¿no crees?
—Cada una de ellas, de hecho —dijo Mircea—. Pero te escucho. —Y dejó su taza en la mesita.
—Hay muchos libros inmortales —continuó Annie—. Tú has escrito uno que lo es.
—Bueno…
—Lo es; «Solenoide» es un libro inmortal. Y dentro de cincuenta años hablarán de él como de un clásico.
—Como toda tu literatura.
Annie negó con la cabeza y sonrió con la mirada. E intentó cerrar el asunto así:
—Vamos a centrarnos en la vida de un libro y no en la inmortalidad de sus autores, ¿te parece? — Y la sombra de una muerte cercana se le asomó al cielo del cráneo.
—Me parece —dijo Mircea, aunque siguió rascando—. Pero diré que «El acontecimiento» también es un libro inmortal, y de ahí no me voy a bajar.
Annie sonrió.
—Diremos que «Solenoide» y «El acontecimiento» son libros inmortales para algunos lectores. ¿Estamos de acuerdo con esto? —Y este fue su último intento de cierre.
—Lo estamos —aceptó Mircea.
La tarde de otoño dio paso a una noche que aún se dejaba azular en el cielo lleno de nubes de lluvia. La camarera paseó cerca de la mesa que separaba y unía a los tertulianos para asegurarse de que aún quedaba bebida en las tazas. Annie inclinó la cabeza con cortesía y devolvió la atención al coloquio.
—Pero vamos a pensar en otro tipo de libros —continuó—, para que la conexión entre ellos acerque a todos los escritores.
Mircea frunció el ceño, pero dejó hablar a Annie.
—¿Cuánto vive un libro autopublicado que no ha llegado a vender ni quinientos ejemplares? —preguntó la mujer, y Mircea se paró a pensar, y en su privilegiada mente apareció —solo, de la nada, libre— un libro de no más de doscientas cincuenta páginas, con la portada en tonos grises, marrones y azulados, y un «TÚ» encerrando la figura de un chaval con jersey de invierno al que no se le ven los ojos. Un libro como este:
—¿Cuánto crees que vive un libro así? —continuó Annie.
—No lo sé, ¿un año? —probó él.
—No mucho más —respondió ella—. Ahora bien, ¿cuánto crees que vive en el pecho de su autor?
—¿En su pecho? Toda la vida.
Annie bebió un trago y se reclinó pensativa.
—Toda, además que sí —dijo—. Recuerdo el día que publiqué «Les armoires vides» como si fuera ayer. Y este año hace medio siglo.
Mircea asintió con la cabeza y después negó con ella.
—Yo empecé algo más tarde —Y ambos volvieron a sonreír.
—Sí, tú eres más joven.
—En 1980 —Y se sumergió en los túneles de Bucarest para volver a verse leyendo sus primeros poemas en el «Cenaclul de Luni»
Annie y Mircea, una y otro, ella y él, siguieron conversando durante otros cuarenta y cinco minutos en torno a sus bebidas; el azul y las nubes del cielo dieron paso a un negro que se llenó de estrellas, la camarera siguió vigilando, y un par de muchachas en otra mesa no cupieron en su asombro al ver —y conocer— a semejantes monstruos de la literatura compartiendo mesa. Pero ni ella ni él, ni Annie ni Mircea, volvieron a hablar del tema de la vida de los libros, ni esa noche; ni nunca más.
Este noviembre de 2024, tres años y cinco meses después de su alumbramiento, he entregado los dos últimos ejemplares de la última reimpresión de «¿Tú saltarías por mí?». Y no voy a —no quiero— imprimir más. Se quedará ahí, descatalogado (aunque seguirá en Amazon, pero eso es residual); quizás porque he estirado su existencia más de lo debido, quizás porque estoy en otro punto, con un libro viajando por editoriales donde no parece gustar y otro en la mitad de su escritura. Tampoco lo sé. Pero tengo claro que «¿Tú saltarías por mí?» y yo ya no compartimos lo que en su día fuimos, estamos en otro momento de nuestra hermosa relación. Y nunca lo voy a olvidar, y nunca voy a dejar de quererlo, pero creo que su lugar, ya, es otro.
Adiós, querido; te despido, pero no; te detengo, pero no; me separo, pero no.