(en Japón)
Andaba yo mosqueado con el tema de los expresos aquí en Japón porque, ciudad tras ciudad, lugar tras lugar, no daba con ellos. No los había o yo no sabía encontrarlos, y os aseguro que los busco, que allá donde voy los busco y los busco para perpetuar esta chorrada de la foto tomando café para que vosotros -mis cuatro amiguetes- digáis: mira el toli, ya está en nosédónde haciendo el noséidiota.
Hasta hoy, he hecho trampas (y no es la primera vez, lo digo ya); estas últimas fotos, estos últimos «expresos», han sido con café lattes o, como mucho, con dobles expresos: tanques aguados como la madre que los parió. Y no me siento mal porque son míos y yo establezco la rigurosidad, pero llevo días un poco frustrado sin una buena taza, pequeñita, blanquita, cercana al ristretto o al espresso italianos. Pero no los encontraba. No hasta hoy. No hasta Takayama.
El paseín mañanero nos ha llevado hoy hasta el mercado de día de Miyagawa y allí, entre vista, foto y compra, hemos dado con un puestito en el que, por fin, me han servido un expreso. Y fijaos en el expreso, fijaos bien, porque es un expreso ¡en una taza de galleta!
Qué cosas, ¿verdad? Al otro lado del mundo, en un mercado tradicional frente a un río con patos y peces naranja, doy con el expreso más original de todos, uno que he bebido (y comido) entre arigatos gozaimasu, escuchando a Pavarotti junto a una estufa del año pum.
Qué vida tan bonita y tan curiosa, y qué suerte poder vivirla. Arigato gozaimasu, arigato, Toka yama no hito.