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Los desayunos de Cádiz.

Ya me ocurrió el año pasado, y el otro, y el otro, y el otro, pero fue el año pasado cuando lo comenté por aquí, y por eso vuelvo a hacerlo, porque llegan esos días en los que me vuelve a suceder, como cada año, como cada vez que vengo a Cádiz que es cada verano. Y me gusta.

Son los cafés, me pasan los cafés, y es que yo, o hablo de libros, o hablo de vinos, o hablo de cafés, que son —junto a Vir, claro— los que a mí me alegran la vida. Y hoy, un año después de aquella vez, vuelvo a hablar de cómo me gustan los cafés en los desayunos de Cádiz, de cómo son el inicio de un buen día, un día de disfrutar, un día de vacaciones.


Ahora, fijaos en estos desayunos, fijaos en la manteca colorá, en la zurrapa, en el mollete, fijaos en la luz de los bares, en el brillo de las mesas, en el color del aceite; y fijaos en los cafés, en el café con leche en vaso del principio —fría, por favor, pero que abrasa—y en el cortadito de después, que abrasa también pero ¿qué más da? ¿Qué prisa hay?

Son cafés corrientes, pero no; son marcas comunes, pero no; son cafés especiales, no porque estén mejor o peor que otros, sino porque suponen, por supuesto, unas sensaciones más queridas que otras, unas al alcance de no muchos días en el año —de no tantos en la vida, si lo miro con mucha, mucha perspectiva—, unas sensaciones que me acercan al ocio, al gozo y al placer, unas sensaciones que se llaman «estás en Cádiz, y son vacaciones»